Ignasi Bosch

La vuelta al mundo en 80 horas

Sentado en la terraza de un bar llamado Sâhara con vistas al mediterráneo, degustando a pequeños sorbos un vino gallego, blanco afrutado. Observando a lo lejos la ermita de Betlem, construida alrededor del 1800 en el lugar donde antes había algo parecido a un templo musulmán. Almenos eso me contó un señor noruego que hablaba mallorquín perfectamente después de llevar más de veinte años residiendo en la isla.
El vino me subía a la cabeza más de lo habitual debido a mi leve resaca. El culpable de ella era un tal Tannat, vino uruguayo el cual mezclé con tequila mexicano y unas gotas de caipirinha brasileña, todo exquisito, eso sí.
Tal mezcla me la proporcionaron en una fiesta en la que conocí a un legionario de padres asturianos apasionado por el yoga, un marinero, un historiador y varios músicos entre más gente de ocupaciones desconocidas.
El historiador, inglés de origen que, después de vivir en Tailandia, Cuba y no consigo recordar donde más, finalmente se instaló en la costa oeste mallorquina y con el que mantuve una interesante charla de historia. La charla la puso él, yo me limité a asentir y ratificar sus palabras acerca de los orígenes de los pueblos y culturas, de nacionalismos y globalizaciones, mientras saboreaba todo lo que me iban poniendo en el vaso.
El marinero argentino, pero no de Buenos Aires, me contó su particular odisea trabajando en una estación de esquí en los pirineos y más tarde picando piedra en la montaña, su novia rumanesa lo miraba casi con el mismo asombro con el que lo hacía yo de lo bien que lo contaba y la pasión con que lo hacía.
La fiesta era la despedida de, antes del viaje a la india que tenían preparado, una bailadora de flamenco onubense y su novio músico argentino, este sí, de Buenos Aires. Músico que conocí el día anterior en un bar donde tocaba y cantaba acompañado de una bellísima violinista búlgara y nos deleitaron con una interesante mezcla de música sudamericana con dejes balcánicos. Al comprarle el disco y hablar un rato con él me invitó a la fiesta.
Bar donde la noche anterior compartimos una entrañable jam session con dos guitarristas polacos, un bajista mallorquín, un pianista y un percusionista argentinos, de Buenos Aires, claro y con los que más tarde compartiría unas cervezas en su casa haciendo versiones de Serrat a ritmo de zamba. La jam la completaban un harmonicista escocés y una cantante de procedencia desconocida que iba haciendo aportaciones vocales en ocasiones acordes con la música que sonaba y en otras ocasiones no. A la mujer le acompañaba un bulldog francés, enano y vizco. El perro era macho pero tenía nombre de niña, Patsy o Deisy no sé, un diminutivo de esos de color rosa y olor a chicle te fresa... no creo que el pobre animal lo supere jamás.
Otra chica miraba de lejos el espectáculo, era la camarera. Camarera italiana que habla cinco idiomas, su hijo de dos años ya medio se expresa en cuatro dependiendo de a quien se dirija: a su madre en italiano, a su abuela en inglés, a su padre en mallorquín o en castellano si se da la ocasión. A mí todavía se me dirige con monosílabos indefinibles, será cosa de confianzas.
Al abuelo del niño lo conocí la noche anterior a esa. Cuando él estaba de camarero y era casi la hora de cerrar. Se casó de joven con una inglesa peró también se divorció joven. Ahora ya no es tan joven pero su presencia juvenil debe dar sus frutos pues me consta que es de los que más exito tiene de todo el pueblo. A esas horas se encontraban en el bar él, italiano de Torino, un alemán loco cantaor de blues germánico, un inglés rojizo y uno del país vasco francés y evidentemente yo. Parecía uno de esos chistes... va un alemán, un francés, un inglés y un italiano... Iban todos un poco turbios hablando a la vez en sus idiomas respectivos supuestamente de música, en ocasiones alguno se ponía a cantar para ver si reconocíamos la canción, cosa realmente difícil. Al francés vasco lo conocí por la tarde y me habló de su mujer sudafricana. Él, de padre anticuario y madre pianista, se marchó de casa jovencísimo para dar con su revelación que fueron los barcos. Tuvo un jefe australiano la historia del cual no tiene desperdicio:
De joven se dedicaba a trasladar barcos de un sitio a otro, trayectos a veces de miles de kilómetros. Se ve que era aficionado al vodka ruso, muy pero que muy aficionado. En uno de sus viajes, al terminar una de las botellas, tuvo la genial idea de escribir una nota, ponerla dentro de la botella y lanzarla al mar pacífico. En la nota ponía sus señas, por entonces ya estaba afincado en Mallorca y prometía invitar a una copa a quien encontrase tal mensaje. Años más tarde tal fue su sorpresa cuando recibió una carta de un pescador de las filipinas que dió con el mensaje, le dijo que no tenía dinero para ir a Mallorca pero que si alguna vez él iba a las filipinas abrirían una botella de vodka a su salud. En esos momentos tenía un viaje pendiente pero a la que lo concluyó, meses más tarde, se dirigió al archipiélago filipino. La mala noticia fue que el pescador había fallecido. El colofón final fue que el navegante apadrinó a toda la familia del pescador filipino y se los trajo a la isla mediterránea. Éste montó un astillero con el que hizo fortuna y a día de hoy viven él y la familia filipina a cuerpo de rey.
Y yo acabo de dar mi último sorbo del vino gallego aquí en el Sâhara, es hora de volver a casa después de tanto viaje. A ver dónde me llevarán los próximos días.
A vuestra salud!


Aventuras y desventuras isleñas: